Gonzalo Rojas
Miércoles 28 de Octubre de 2009
Un hecho central marca los debates sobre el paro del Colegio de Profesores: las salas de clases de muchos miles de niños y jóvenes chilenos… están vacías.
Nada puede ser más doloroso. Están vacías de personas, de ideales, de contenidos. La Historia y la Química, el Castellano y la Biología, la Física y las Artes, se pasean errantes entre cuatro paredes. La Formación de la inteligencia y el Aprendizaje de las virtudes se acurrucan en un rincón de las aulas, ateridos de frío.
Ni Pirandello acertaría al des%cribir la búsqueda en que se afanan. Buscan a los profesores, y no los %encuentran. Han sido muchas las ocasiones, es cierto, en que aquellos nobles contenidos y objetivos se han visto %maltratados por los mis%mos que hoy vociferan por las calles de Chile. Pero incluso esa malquerencia les sentaba mejor a las materias vagabundas: nada peor que las salas %vacías, nada más denigrante que %las escuelas cerradas.
Pero, qué paradoja, poco puede hacerse cuando las mentes que debieran ser las más dúctiles se muestran como las cabezas más duras. Allá ustedes, señores dirigentes comunistas del Colegio: lograrán ese poco que la negociación les depare, pero habrán dilapidado el resto de confianza que aún podían pedir. Ya era residual, pero después de este paro se esfumará por completo.
Torpe sería, en todo caso, pensar que la ausencia docente es el único vacío que nos afecta en este conflicto. Torpe e injusto, porque son tantas las omisiones, es tan grande la deuda social respecto de nuestra educación, que su bajo nivel no puede explicarse sólo por un factor. En este caso, un vacío concreto nos recuerda otras ausencias, dramáticas también.
Sí: en nuestra realidad educacional hay numerosas omisiones, deudas, carencias y renuncias, y cada uno tiene que reconocer sus culpas en la materia. ¿Cuáles son?
La omisión de imprescindibles iniciativas educacionales privadas. Porque si hay 30, 50 o 100 notables en Chile, eso significa que podría haber 500. Pero no faltan —sobran— los que huyen de esas responsabilidades y esperan que otros (instituciones religiosas o filosóficas, profesores-empresarios, gobiernos extranjeros, etc.) les hagan una buena oferta para la formación de sus hijos.
Y, en paralelo, la omisión de tantos profesores, sanos y trabajadores, que se restan de participar en el Colegio, dejándolo todo en manos de una vanguardia organizada.
También duelen las deudas con los sueldos de los mejores profesores de los sistemas privados, quienes siguen trabajando por remuneraciones muy por debajo de las equivalentes a las de muchas otras profesiones de su generación. Por eso, algunos de los buenos se van.
Además, están las carencias de interés de tantos de nosotros, profesores universitarios y profesionales consolidados, por meternos y embarrarnos en el mundo de la enseñanza básica y media. Huimos de esos requerimientos como del lazareto de moribundos. “Ahí no hay nada que hacer”, hemos dicho tantas veces, justificando egoísmos y pasividades.
Finalmente, aparecen las renuncias de gran parte de los padres y apoderados, quienes rechazan como a la peste la eventual vocación pedagógica de sus hijos. “Estás loco, no te pago esa carrera”, afirma el padre que sueña con ingenierías y medicinas, con derechos y arquitecturas, y que no acepta rascas pedagogías. Es el mismo individuo que, dos días después, se escandaliza de un error ortográfico grave de uno de sus hijos, culpando a sus profesores, “porque no te enseñan nada”.
Y así, con una mirada que por parcial es injusta, se culpa de la pobreza educacional sólo a los profesores sindicalizados. Ellos han dejado vacías las salas; otros, los corazones.